Cuatro esquinitas tiene mi cama, cuatro angelitos que me la guardan.
En ese momento, cuando conseguí volver a dormirme, me alegré de haber conocido a áquel tipo. Situación: a las tres de la mañana de un lunes, mi cama decide que hasta aquí hemos llegado: adiós muchachos. Cayó en mi casa por casualidad, ha sido una fiel compañera en muchos pisos, mudanzas e incluso almacenes temporales. La cama ha sobrevivido a cinco casas, dos ciudades, un cambio de bici, de universidad, de novia y hasta de tema de tesis. Junto con la caja de herramientas, el reloj de pared y la librería.
Con sólo una pata de la cama rota (cuatro patas rotas permitirían poner el colchón sobre el suelo) me acordé de él, y de de su cama, siempre con cuatro montones de libros como patas. Nunca los tomos de Tolkien, Grass o Mann le habían sido tan útiles, decía. A Platón y a Nietzsche los iba intercambiando, de la cama a la librería, según su estado de ánimo.
Cierro los ojos y repaso la selección de libros que -hoy más que nunca- me van a ayudar a dormir. Una antología de poesía alemana -poco ojeada desde que la saqué de una caja de frutas un mercadillo en Berlín-, el Tambor de Hojalata que no he tocado desde que lo compré en Weimar (Günter Grass, gran productor de ladrillos), un libro sobre fisicoquímica que abro menos de lo que debería y para el ajuste fino, las 96 páginas la constitución alemana, también caída en mis manos sin yo quererlo. Debería leer más.