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martes, 20 de enero de 2009

Crack.

Cuatro esquinitas tiene mi cama, cuatro angelitos que me la guardan.

En ese momento, cuando conseguí volver a dormirme, me alegré de haber conocido a áquel tipo. Situación: a las tres de la mañana de un lunes, mi cama decide que hasta aquí hemos llegado: adiós muchachos. Cayó en mi casa por casualidad, ha sido una fiel compañera en muchos pisos, mudanzas e incluso almacenes temporales. La cama ha sobrevivido a cinco casas, dos ciudades, un cambio de bici, de universidad, de novia y hasta de tema de tesis. Junto con la caja de herramientas, el reloj de pared y la librería.

Con sólo una pata de la cama rota (cuatro patas rotas permitirían poner el colchón sobre el suelo) me acordé de él, y de de su cama, siempre con cuatro montones de libros como patas. Nunca los tomos de Tolkien, Grass o Mann le habían sido tan útiles, decía. A Platón y a Nietzsche los iba intercambiando, de la cama a la librería, según su estado de ánimo.

Cierro los ojos y repaso la selección de libros que -hoy más que nunca- me van a ayudar a dormir. Una antología de poesía alemana -poco ojeada desde que la saqué de una caja de frutas un mercadillo en Berlín-, el Tambor de Hojalata que no he tocado desde que lo compré en Weimar (Günter Grass, gran productor de ladrillos), un libro sobre fisicoquímica que abro menos de lo que debería y para el ajuste fino, las 96 páginas la constitución alemana, también caída en mis manos sin yo quererlo. Debería leer más.

miércoles, 10 de septiembre de 2008

Berlín en bici.

Lo primero que hizo mi primera bicicleta de Berlín fue romperse. Tampoco los 25 euros que le acabamos pagando a aquel tipo en el mercadillo daban para discutir. Pero, aquella bici, incluso rota, valía más. Al día siguiente recorrí media ciudad para poder arreglarla gastando lo menos posible. Más tarde supe que sería algo típico de erasmus: moverse quince kilómetros para ahorrar seis euros. Tuvo la delicadeza de romperse la última noche de fiesta con los compañeros del piso. Estuvo dos meses en el mismo sitio donde se rompió: una farola frente al Kaffee Burger.

Llevo tres años cargándola rota. Una época estuvo aparcada sin candado en mi residencia, con la esperanza de que alguien se diera cuenta de que -aunque rota- era una buena bici. Me fui por segunda vez de la residencia. Allí seguía meses más tarde, hasta que un día decidí que se había ganado a pulso el que me la llevara de nuevo conmigo. En Jena, por estar mi cuarto encima del garaje, hasta duermo encima de ella.


Aunque lleve ya casi tres años utilizando otra bicicleta, siempre lo hago pensando que es algo temporal hasta que arregle la de verdad. No hay nada más definitivo que lo que se llama temporal. Por suerte, no hay nada más temporal que las cosas que nos parecen definitivas. Menos mal.

martes, 22 de abril de 2008

El país perdido de las bicicletas.*

ste es el mapa que señala el país perdido de las bicicletas. Altraste

Uno de los motivos por los que me quedé en Berlín -aparte de la propia ciudad- al acabar mi año Erasmus fue mi bicicleta. El otro fue mi caja de herramientas. Ninguna de esas dos cosas me las podía llevar a Tenerife. Estaba la ciencia, pero eso no me preocupaba tanto. También había una relación, pero confiaba en que de alguna manera me las arreglaría. Sin embargo, la bici y mis herramientas eran irrenunciables, genuinamente asociadas a mi vida en Berlín. La bici me costó 20 euros en un mercadillo y la sigo teniendo en Jena (junto a otra que vino después). Las herramientas fueron un regalo del banco. No llevo la cuenta, pero creo que llevo unas diez casas (contando las de otras personas) montadas con ellas, incluida la de Jena.

Nada se puede igualar a un par horas libres, una ciudad llana y una bicileta. El sábado estuve en Copenhague. El equipaje en una consigna, las manos en los bolsillos y una bici alquilada. La ciudad vacía, la mañana espléndida y muchas horas por delante para hacer cualquier cosa. Cualquier cosa que se vea así valdrá la pena.


Un tipo subido a un caballo impresiona, tansmite mucha autoridad al peatón. Lo sabían los romanos, lo sabían los indios en américa, lo saben las policías montadas actuales, lo saben hasta Les Luthiers. El alemán tiene una palabra de caballos para las niñas cursis, Pferdemädchen: niñita a la que le gustan los caballos y/o ponis. A mí nunca me interesaron los caballos -nunca he cabalgado-, pero el cariño y la confianza entre un jinete y su montura no se me escapan. Aquí estamos, de paseo por Berlín, mi caballo y yo: