lunes, 23 de noviembre de 2009

Ex.

Como cualquier antigua novia que se merezca ese nombre, Berlín me recibe con una mezcla de sospecha y alegría. Contenta, pero sin dejar de pensar ¿Y qué querrá éste ahora de mí? Probablemente no le guste la soltura con la que intento moverme por sus calles. Las conozco más de lo que a ella le gustaría admitir. A mí -y también me cuesta reconocerlo- me duele un poco que ella siga encantadora como siempre. Esperaría que se fuera marchitando, que me recibiera con un Así estoy yo sin tí, pero está espléndida. Qué le vamos a hacer, ya me ha superado.

Paseo por sus calles como si viviera aquí, con tiempo en las manos y las manos en los bolsillos. Miro escaparates sin comprar nada. El barrio con más galerías de arte por metro lineal se ha convertido en el de más obras por metro cuadrado. No me esperaba menos de Berlín, la mejor ciudad del mundo para jugar al escondite:









jueves, 12 de noviembre de 2009

El hombre que susurraba a los burócratas.


Con el tiempo, se aprende que la mejor manera de aproximarse a un burócrata en Alemania es como uno se acercaría a un caballo salvaje: ningún movimiento brusco, pero con voz firme que le dé confianza. Hay que transmitir -aunque no sea cierto- que en ese justo instante en el que humildemente nos presentamos ante él o ella, el futuro del universo está en sus manos.

¿Por qué? Tres motivos. Primero, si se muestra debilidad a través de una voz que deje entrever alguna duda, el burócrata aplacará la incipiente conversación recitando alguna generalidad por la cual la pregunta que uno está a punto de hacer -y que por tanto, él todavía no ha oído- ya está respondida o la respuesta será claramente obvia. Segundo, es muy probable que mientras preguntamos (con voz firme) el burócrata dedique más tiempo a detectar errores superficiales en nuestra pregunta que a enterarse del fondo de la cuestión, resultando en algo así como "Yo no sé cuál será la respuesta, pero de momento esa pregunta está mal hecha." Y por último y más importante, cabe la remota posibilidad de que -pasadas las dos fases anteriores- el burócrata realmente entienda lo que uno quiere y se dé cuenta de que -oh my god- él no conoce la respuesta. Si esto ocurre, lo que uno quiere es que él se sienta cómodo como para decirlo y averiguar la respuesta por teléfono con uno mismo delante. Eso sólo ocurrirá si le hemos dado sensación de que él es el jefe supremo desde el principio. Cuando llame, tiene que estar convencido de que llama porque él así lo ha deseado, no porque un pobre que no se entera de nada le haya puesto en aprietos.

Por todo lo anterior, se deben saborear especialmente los momentos de gloria en los que, aún siguiendo las instrucciones anteriores, uno es capaz de llevar de la mano al burócrata a un punto en el que él mismo se da cuenta de que -oh my god II- existen informaciones contradictorias en su propio discurso. En ese momento cósmico, el burócrata, genuinamente convencido de que su palabra y la ley son prácticamente indistinguibles; esa misma señora detrás de una mesa con portarretratos de sus hijos, la misma persona que nos hubiera despachado con algún aspaviento desde el principio, pero que no lo hizo porque parecíamos tipos normales que sabían lo que preguntaban, sí, ese burócrata se colapsa delante de nuestros ojos, en su mirada el terror de quien reconoce que no sabe qué hacer. Es un equivalente facial a ésto:


PS: Hecho con todo el cariño hacia mis amigos del Finanzamt, la Meldebehörde, la Ausländerbehörde, la Krankenkasse, la Arbeitsagentur, la Personalstelle, la Steuerberatung, la Hausverwaltung y muchos más que ahora se me olvidan. Los llevo en mi corazón, junto a mi Anmeldung, Lohnsteuerkarte, mi Steueridentifikationsnummer, mi Personalnummer, mi Versichertenkarte y mi Freizügigskeitbescheinigung.

domingo, 8 de noviembre de 2009

Ajena.

Las ciudades -nos guste o no- también nos habitan a nosotros. Se pasean por nosotros, nuestras esquinas y nuestras plazas. A veces haciéndonos sentir bien, otras dándonos escalofríos y en algunos casos, cogiéndonos cariño.

Jena debe de sospechar que la odio, y es cierto que motivos no le faltan. Se enfada y nos envuelve a los dos en una neblina que oculta sus vergüenzas. Luego se le pasa y me perdona. Se intenta poner coqueta, con dos o tres días de glorioso otoño de cielo azul y fuego en los árboles, aunque todo acaba quedando en buenas intenciones.

Con reflejos envidiables -me conoce bien-, cuando me voy a ir con otra a engañarla por dos o tres días, intenta que por lo menos me vaya con ganas de volver. Espero irme de aquí antes de que consiga convencerme del todo.